"Algo
tan peligroso como un ejecutivo caprichoso capaz de capturar a todas las
instituciones del Estado, es que ese ejecutivo logre doblegar las funciones del
Ombudsman"
Uno
de los efectos que causa la permanencia en el poder del mismo régimen durante
muchos años, que desencadena otra serie de efectos graves para la institucionalidad,
es la captura del poder ejecutivo de las otras ramas y órganos desdibujando su
independencia para adoptar decisiones.
Así,
la independencia judicial pasa a ser solo un recuerdo en la historia nacional,
los órganos representativos se llenan de adeptos al régimen como resultado de
la presión y persecución que el régimen ejerce sobre la disidencia y la
oposición, que termina siendo catalogada en el mejor de los casos como enemigos
nacionales.
De
igual forma, la nominación de los órganos de control de la administración, como
lo es la figura del Defensor del Pueblo, paulatinamente termina siendo una designación
a dedo del gobernante de turno permanente, destruyendo la imparcialidad que
estos deben tener para el ejercicio de su importante función en defensa de los
derechos de los administrados.
La
figura del Defensor del Pueblo, conocida mundialmente por su término sueco de
Ombudsman, constituye para la región de América Latina un referente de derechos
humanos y construcción de democracia, dotado de poder crítico y en defensa de
poblaciones vulnerables, abiertamente opuesto a la arbitrariedad y dispuesto a
ofrecer los mejores oficios para encontrar alternativas a las graves crisis
humanitarias, de violencia o cualquier otra que pueda poner en riesgo a los
individuos y la institucionalidad.
La
existencia de los Defensores del Pueblo en América Latina como institución
encargada de fiscalizar a los gobernantes y garantizar los derechos humanos es
de reciente creación tal como se conoce hoy en día. Su denominación ha variado
entre los países de la región – Defensor del Pueblo, Comisionado o Procurador –
y su consolidación responde a una de las respuestas a la denominada “ola
democratizadora”, luego de padecer los gobiernos de facto que imperaron en la
región y para garantizar el ejercicio de los derechos y la consolidación de los
procesos democráticos.
En
ese sentido, las recientes declaraciones que Gabriela Ramírez, Defensora del
Pueblo de Venezuela relacionadas con la tortura y la exigencia de precisión en
la utilización de términos, resultan desconcertantes. Paradójicamente fue en Caracas
en el año de 1983 que se adelantó el coloquio de proyecto de Ombudsman para
América Latina.
Algo
tan peligroso como un ejecutivo caprichoso capaz de capturar a todas las
instituciones del Estado, es que ese ejecutivo logre doblegar las funciones del
Ombudsman. Que en medio de injerencia y arbitrariedad, no exista ninguna voz
con magistratura moral, neutralidad y fuerza institucional capaz de denunciar
las violaciones a los ddhh, incluso buscando alternativas o buenos oficios como
mediador, sino, como en este caso, justificando actos tan atroces como la
tortura.
Es
una posición grosera, acomodada de quien ha sido nombrada por un legislativo de bolsillo, de quien se
espera una respuesta activa y contundente ante la grave crisis que vive y
enfrenta la institucionalidad venezolana, pero que claramente se encuentra como
parte de los entes que defienden lo indefendible, efecto propio de los regímenes
que desmontan la institucionalidad y la suplantan por los caprichos populistas
y arbitrarios de su manojo de esbirros en el poder.
Me
uno al llamado que hace el capítulo del Ombudsman de Venezuela, me uno a la
indignación que debe generar entre quienes defendemos el papel de los órganos
de control como autónomos, críticos e independientes y que vemos en Venezuela
uno de los casos más aberrantes de atentado contra el Estado de derecho, la
democracia y los derechos humanos.