El
surgimiento del Estado de derecho como proceso
significó la transición del antiguo régimen personalista de la voluntad omnímoda
del monarca, al establecimiento de controles y límites al gobernante, y la
institucionalización de la democracia representativa, a través de parlamentos
encargados de representar la voluntad popular para orientar el futuro de los
Estados en contraposición de la voluntad individual y caprichosa de un
individuo en el poder.
Sin
entrar de fondo en el debate entre el modelo francés sobre los límites del
constituyente primario y el constituido, con el modelo norteamericano que
concebía el poder constituido limitado por la voluntad del constituyente
primario, hoy es cierto que el Estado de derecho tiene claros límites a los
poderes constituidos y constituyente (Schmitt).
La
concepción contemporánea de democracia no es la formula simple del poder de las
mayorías, y el Estado de derecho es todo lo contrario a la captura
institucional por parte de partidos y poderes personalistas. Las garantías a
las minorías y la oposición, la alternancia en el poder y el respeto por los
derechos humanos en todas sus generaciones de forma interdependiente, son características
y límites de y en una democracia de rango fundamental (Elías Días).
El
pasado martes el órgano representativo venezolano otorgó por un año facultades
expresas al presidente Maduro, mediante las que podrá gobernar a través de
decretos, es decir, sin consultas ni debates democráticos, sino atendiendo a su
criterio personalista y caprichoso, en un contexto de persecución a la
oposición, de limitaciones a los derechos de primera generación y de
derrumbamiento institucional y del orden público.
Para
quienes de alguna forma conocemos el surgimiento del Estado de derecho, el
proceso de consolidación y maduración de los derechos humanos y la democracia, nos
debe resultar aberrante la realidad venezolana.
Venezuela
acaba de cubrir de legalidad democrática el retroceso que la somete a los
caprichos vanidosos y compulsivos de su "monarca" sin formación,
retroceso que ya ha ocurrido en la historia. El ejemplo mas horroroso nos
remite a la Alemania Nazi, donde su Fuhrer todo lo hizo bajo el manto de la
legalidad y con procedimiento de democracia formal.
El
caudillismo o personalización del Estado ha tirado al traste los avances en
materia de derechos humanos y democracia material. Sus consecuencias nefastas todavía
las recuerdan quienes han padecido esas épocas, y Venezuela nos recuerda que todavía
estamos en riesgo de repetir esas tragedias, que muchas veces con el discurso
populista se establecieron en el poder prácticas de tiranía, incluso por
mayorías democráticas.
Es
recurrente hoy en América Latina encontrar latente este riesgo, y en Colombia,
que durante 8 años un régimen en el poder convirtió en un muladar toda la
institucionalidad del Estado colombiano desde la Casa de Nariño, imponiendo sus
más oscuros intereses, hoy rinde el más bajo homenaje al caudillismo y la personalización
estatal con su rostro y nombre para identificar un movimiento de contenido y
aspiraciones tan oscuros como los de sus más ilustres representantes.
Frente
a la vergüenza descarada que Venezuela hoy vive en torno a la democracia, la institucionalidad y los
derechos humanos, Colombia no tiene las condiciones para criticarla cuando ha
sido complaciente con estructuras de poder con las mismas aspiraciones que el chavismo encabezado por Nicolás Maduro ha
alcanzado: el desmonte del Estado de derecho en pro de una personificación del
Estado, el sometimiento de la minoría por la imposición de la mayoría que
otorga poderes omnímodos a su líder carismático, recordando a Weber, y rebajando
los derechos humanos a un mero discurso de bolsillo y conveniencia, echándonos
en cara nuestra aparente incapacidad de legitimar racionalmente el poder
(nuevamente usando a Weber).
Es
lamentable lo que ocurre hoy en Venezuela, pero que en Colombia hoy muchos quisieran,
desde otra orilla y con el rostro y nombre de su caudillo encabezando el nombre
de su movimiento, alcanzar a toda costa.