Es un lugar común al momento de hablar de machismo y
comportamientos patriarcales señalar al hombre como el exclusivo responsable de
crear y perpetuar esos entornos de violencias incluso simbólicas, y que no es
para menos teniendo en cuenta que hasta el derecho, por tomar a la escuela
feminista escandinava, es producto de los hombres, pero tampoco es menos cierto
que las mujeres han jugado un papel en
la consolidación de esos entornos simbólicos y reales de exclusión, sumisión y
violencia.
Antes de desatar las críticas de quienes
puedan considerar este texto como una expresión machista o violenta, permítame
el lector y lectora terminar de plantear el sentido de lo que quiero proponer
como la mujer machista.
Hace unos días en una conversación sin
mayores pretensiones, una de las participantes manifestaba, y cito “es muy
humillante para un hombre que una mujer le gane. A mí me daría pena”. En ese momento no quería
entrar en controversias, pero su expresión me quedó rondando en el pensamiento,
y recordé frases de mi infancia como
“¿Se va a dejar de una niña?” “Los hombres en la cocina huelen feo”, “eso es
trabajo de hombres”, todas pronunciadas por
mujeres en distintos espacios.
Esto me llevó de inmediato a un par de conclusiones. De entrada, así
como hemos señalado a hombres como autores y responsables de comportamientos y
entornos machistas y violentos, las mujeres han replicado esos mismos entornos
de una manera inconsciente. Por otro lado, las mujeres han normalizado a tal
nivel la jerarquía inferior frente al hombre, que involuntariamente en
expresiones como las citadas reiteran la creencia de debilidad y feminidad
devaluada, que transmiten a los hombres y mujeres en formación que están en su
entorno. Es decir, juegan un rol de multiplicadoras de la inferioridad
femenina.
Esto tiene una explicación, y en efecto como en
una columna anterior lo había manifestado, el derecho, la ciencia y la cultura
entre otros, han sido producto de la dominación de un sujeto hegemónico que se
ha encargado de naturalizar un discurso de jerarquías, y que indiscutiblemente la
mujer ha interiorizado ese discurso por imposición y se ha adaptado a tal punto
a ese entorno, que encuentra como normal ese tipo de expresiones.
La ciencia, dominada por hombres, indicaba que
ciertos deportes, oficios o trabajos eran para hombres debido a la contextura
del cuerpo, a las dimensiones del cráneo y cerebro. Socialmente se aceptaron
distribuciones de roles en donde la mujer era confinada al espacio privado
(casa, cocina, lavandería), mientras el hombre dominaba la esfera de lo público
(el derecho, la política, la ciencia) y asumía su función de proveedor.
Recuerdo que alguna vez mi mamá me mencionada que en el colegio de señoritas se
impartía la cátedra de economía del hogar,
responsabilizando exclusivamente a la mujer de ese entorno privado, mientras la
economía nacional estaba a cargo del gran hombre.
Hoy en día es cierto que nos encontramos ante
una realidad un tanto distinta. Los deportes, la ciencia y muchos otros
espacios vedados para la mujer, hoy se comparten y se han reivindicado espacios
para ambos. Las decisiones del hogar en muchos escenarios se manejan
paritariamente, y hoy incluso algunos movimientos reivindican al hombre como un
sujeto que puede desarrollar otros roles que antes eran reservados a las
mujeres. El derecho, por tomar en cuenta al feminismo liberal y cultural, ha
entendido que la importancia de jugar ese papel emancipador en rechazo de una
neutralidad jurídica. Este avance no es desconocido.
La reflexión a la que me ha llevado el suceso
compartido, es en cuanto al proceso continuo de emancipación y de ruptura de
dinámicas de inferiorización el cual debe ser transversal e integral incluyendo
a la mujer en su ejercicio diario de relación interpersonal. La ruptura de ese
simbolismo de inferioridad será lento mientras la mujer no asuma que su
comparación al hombre no debe significar una humillación a este, mientras
mantenga la “reserva” de espacios domésticos como propios por su rol en el
hogar, y mientras no reivindique que la feminidad no debe ser devaluada, y que
la masculinidad no debe ser
sobrevalorada.
Romper la violencia real y simbólica en
contra de la mujer no es labor exclusiva de feministas, sino por el contrario
un ejercicio que desde el mismo discurso y la ruptura de esas dinámicas
subvalorativas, pueden realizar las mujeres sin siquiera considerarse
feministas, sino mujeres en equidad que rompan con ese orden que han considerado
natural por imposición.
En el marco de este 25 de noviembre,
precisamente las hermanas Miraval pasaron a la historia por luchas contra un
régimen represivo y por defender a hombres perseguidos políticamente. Para ellos
y para ellas no fue motivo de humillación ver a la mujer asumiendo una lucha
considerada de hombres. Para conmemorar este 25 renunciemos al machismo,
incluso a ese que ha considerado la mujer como orden natural por la imposición
de esa visión de superioridad del hombre, y que esa imposición genera la
réplica involuntaria del imaginario de inferioridad.