Los
colombianos en promedio hemos crecido con la idea de que nuestra idiosincrasia es
de un pueblo con aguante, aguerrido y pujante. Que en nuestras venas corre
sangre de guerreros, y que durante años a pesar de las adversidades aún
seguimos acá, como un intento de nación a pesar de sí misma, con talento,
orgullos patrios y de exportación; que somos la democracia más antigua de
América Latina, y nuestra capital fue otrora la Grecia de la región.
Lamento
decirle al lector que todo eso ha sido un engaño. Hemos sido un pueblo
manipulado y que ha sido engañado con ese discurso del empuje, el aguante y el
orgullo patrio para mantener una idea colectiva que no existe, o tal si existe
pero bajo un engaño.
Un
pueblo que aguanta que sus indígenas mueran de desnutrición, que el sistema de
salud sea manejado por mercaderes, que un cuerpo quede expuesto en la vía
pública por 6 horas sin respuesta de las autoridades, y que día a día presencia
como se roban sus recursos, a veces siendo parte de ese mismo proceso de
desangramiento nacional, no tiene nada de aguante ni pujante.
Somos
un pueblo que ha normalizado durante años la violencia, la corrupción, la
injusticia, el abuso de poder, con una alta tolerancia social al delito, y que al
final nos convierte en un pueblo indolente y que reposa en un letargo del que
parece que nunca va a despertar.
Somos
producto de un discurso estratégico proveniente del establecimiento que se
caracteriza por el contubernio entre empresas, medios de comunicación y
política, y que solamente nos han vendido falsos ídolos de exportación para mantener
nuestra mente en otro escenario.
Nuestros
frívolos intentos por un cambio quedan en un lodazal entre represión estatal,
falta de liderazgo y satanización del establecimiento al querer significar
cualquier movimiento social con delincuentes, desadaptados y enemigos públicos,
cuando solamente son una amenaza para ese establecimiento.
Hoy
es mayor la indignación en ese falso mundo de las redes sociales por banalidades
como una corona o que un jugador colombiano no es titular en el extranjero, que
las condiciones deplorables en que nos tienen, y que nos han dejado inermes ante
tanto abuso.
Hemos
sido convencidos, y ahora parecemos cómplices, de un empuje y un aguante que
solamente oculta la dominación histórica, el abuso y corrupción de una clase
política ramplona, violenta y a la que parecemos deberle algo que no tenemos,
pero que nos mantiene en esa idea de ídolos de barro, y de un orgullo patrio,
que por cierto es usado para exacerbar sentimientos de odio, revanchismo y para
enarbolar las peores intenciones, como la historia lo ha demostrado.
Dejemos
ese discurso desechable de pueblo con aguante y pujante, que ese título
solamente nos lo dará la historia cuando seamos capaces promover un cambio
real, lejos de la dominación producto del mencionado contubernio. Un pueblo
pujante ya habría exigido más allá de trinos un resultado por los indígenas,
los niños, las mujeres, los homosexuales, y todos aquellos que disfrutan en la
democracia más antigua de América Latina la exclusión, la violencia y la
injusticia, como tal vez el propio lector sea objeto, pero se sienta pujante y
aguerrido mientras se indigna tal vez por mis palabras o una corona.