Hablar de partidos políticos en Colombia en
el sentido estricto de la palabra, resulta un fuera de lugar. Colombia se
caracterizado por la dinámica de bandos electorales carentes de coherencia y
disciplina interna, alejados de los intereses de sus bases y apegados a las
coyunturas y conveniencias particulares.
Adicionalmente a esto, desde hace un poco más
de dos décadas se ha acrecentado un fenómeno en donde las agrupaciones con
fines políticos se asemejan a un culto esquizofrénico a cargo de un líder carismático
en el que sus miembros son objeto de manipulación tras repetir mentiras sin
cansancio alguno, señalar una superioridad segregando a quienes no encajan en esa
percepción de supremacía, causando en casos extremos incluso el asesinato y
desaparición de quienes no deciden seguir el culto o son un obstáculo para la
meta del poder absoluto.
Adicional a la mentira como estrategia de
manipulación, en ciertas ocasiones aquellos cultos liderados por los señores de
la política terrateniente, han recurrido a la conformación de estructuras
armadas que siguen los señalamientos públicos de quienes ostentan cargos de
mando al interior de los cultos como órdenes directas, y han logrado dominar
escenarios de la vida política y económica basando su dominación en esos grupos
armados más caracterizados como paramilitares.
En efecto, Colombia presenciaba hace unos
años el aparente desmonte del paramilitarismo, pero recientemente hemos visto
un mal llamado resurgir de sus estructuras, con tomas armadas y dirigidos
ideológicamente por líderes políticos y económicos; digo mal llamado resurgir, pues parece un
misterio sí se esperaban en silencio, replanteando la estrategia, diseñando las
mentiras y ubicando sus más oscuros alfiles en el poder, para nuevamente
movilizar las pasiones nacionales en aras de obstruir un consenso y mantener la
polarización.
Hoy vemos a cierto culto mantener sus
esfuerzos en repetir mentiras hasta convertirlas en verdad, se simulan como
perseguidos políticos por su incapacidad de construir desde el debate, pues
enfrentar un debate implicaría desenmascarar la inmundicia que los rodeaba
mientras ostentaban el poder legal y desmontar las mentiras que fundamentan su
culto. Deslegitiman las instituciones, especialmente a la justicia cuando
cumple su deber en contra de alguno de sus miembros, y lideran escenarios en el
que el campesinado despojado por las
estructuras paramilitares es señalado como victimario.
Ahora las estructuras armadas detrás de este
culto son llamadas Bacrim, y en efecto han tenido una mayor actividad destinada
a las rentas del crimen organizado que como aparato represor del Estado,
finalidad resumida del proyecto paramilitar.
Cuentan con cierta independencia frente a quienes eran sus dirigentes
ideológicos en la otrora era del paramilitarismo, pero siguen respondiendo a
una dinámica de exterminio cohonestada por actores políticos que se siguen
sirviendo de ellos, y manejando por la vía pública un discurso para sostener su
culto basado en el peligrosismo y la securitización nacional.
Las llamadas Bandas Criminales, como forma de
denominar a la mutación paramilitar, posee control territorial para el
ejercicio del crimen organizado como fuente de ingreso, motivo por el cual para
efectos electorales y latifundistas se siguen nutriendo mutuamente con actores políticos y económicos, paralizando
el Estado y llenando las urnas so pena de muerte.
El peligro de los cultos que aspiran al poder
político rondan nuestras insípidas
democracias, y si bien no en todos los casos recurren a estrategias armadas, si
tienden a la violencia, la exclusión y polarización extrema.
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